Jorge Enrique Robledo
Bogotá, 21 de enero de 2010.
En la historia de Haití es determinante haber sido ocupado durante décadas en el siglo XX por Estados Unidos, que le impuso una de las dictadoras más tenebrosas y corrompidas que se recuerde y lo tiene más globalizado que a ningún otro país. Su dolorosísimo drama confirma que muchos desastres naturales más que naturales son sociales, porque las edificaciones no eran sismorresistentes. No lo eran porque por la extrema pobreza brillaban por su ausencia el hierro, el cemento y los diseños suficientes para enfrentar con éxito los movimientos del suelo, dados los mayores costos de esos elementos de protección. Y porque, como allí los sismos son relativamente escasos, no hubo miedo suficiente para crear una cultura sísmica capaz de obligar al Estado a expedir normas de sismorresistencia y de obligatorio cumplimiento. A lo anterior, sumémosle la negligencia corrupta y criminal de quienes, teniendo con qué y a sabiendas de los riesgos, prefirieron ganarse unos dólares de más.
En Colombia existe una cierta cultura sísmica, la cual dio sus primeros pasos en el siglo XIX en Manizales y el Antiguo Caldas, cuando la sismorresistencia –o el “estilo temblorero”– corrió por cuenta del bahareque. Luego, desde el terremoto de Popayán y con el respaldo de otros más, dicha cultura se consolidó y expresó en mejores normas para proteger las edificaciones de los sismos.
El problema reside en que tiende a imponerse que los desastres son más sociales que naturales. Porque quien recorra los barrios populares del país encontrará que casi toda la autoconstrucción, que puede superar el 80% en esas zonas, no cumple normas de sismorresistencia. Luego si un día, y eso probablemente va a ocurrir, un sismo fuerte golpea a una gran ciudad, puede sobrevenir un desastre de grandes proporciones. Y aunque esto es sabido por los especialistas, no hay un plan serio que apunte a disminuir ese riesgo enorme.
La decisión del gobierno de usar el estado de excepción para modificar las reglas del negocio de la salud e imponer una nueva reforma tributaria para financiarlas, suscita varios comentarios.
Como en el uribiato estamos, van a girarles más billones de pesos a los negociantes de la salud, a pesar de saberse que hay multitudes que no padecen dolencias y muerte por sus enfermedades, que la medicina sabe tratar, sino por la Ley 100, que mata más colombianos que todas las violencias que nos azotan. Desde hace siglos, en la base de lo democrático subyace que no puede haber impuestos sin representación, es decir, que estos deben aprobarse o no en el Congreso, donde están representados todos los sectores y no solo los que ganaron la Presidencia. Y también se sabe que los gravámenes indirectos, como los que se buscan ahora aumentar, son retardatarios por excelencia, porque caen principalmente sobre los pobres y las capas medias, verdad que ofende más y que se explica porque las exenciones tributarias a unos cuantos magnates suman 7.4 billones de pesos.
La ocasión es propicia para insistir en que las condiciones de trabajo del sector de la salud aterran, por lo mísero de los salarios y demás condiciones laborales. Y esto también empeora la calidad de la salud que se les ofrece a los colombianos.
En el Informe sobre la inflación de septiembre de 2009, el Banco de la República explicó que su reducción se debe “a la caída de los precios internacionales de los alimentos y de los principales insumos agrícolas” y a “las restricciones que han enfrentado las ventas de alimentos hacia Venezuela”, lo que incrementó “la oferta disponible en el mercado interno, presionando a la baja los precios”. También cuenta que la crisis empeora la capacidad de compra y que la revaluación del peso abarata las importaciones agrícolas, equivalentes ya al ¡40 por ciento de la producción nacional! Entonces, Arias y Fernández faltan a la verdad, y lo hacen a sabiendas, cuando dicen que la inflación cayó por sus hazañas con AIS, un programa que avergüenza y que cubre solo el 4% de los propietarios rurales.
Como era de esperarse, el procurador Ordóñez satisfizo las aspiraciones de su nominador. Peor que el concepto fueron las explicaciones que le dio.