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EL ALCA: EL PUNTILLAZO

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Jorge Enrique Robledo Castillo

Manizales, mayo 22 de 2001.

Una vez Colombia empezó a sentir la baja de sus aranceles a las mercancías extranjeras impuesta por la apertura, las importaciones superaron a las exportaciones en un promedio de dos mil quinientos millones de dólares anuales. Y si en 1999 se igualaron fue porque lo importado cayó en picada, dada la brutal reducción del consumo generada por el hundimiento de la economía nacional. En la lona está el agro, de donde desaparecieron ochocientas mil hectáreas de cultivos transitorios bajo el peso de más de siete millones de toneladas de productos importados al año, y sufrió muchísimo la industria, aunque sus dirigentes gremiales lo callen, como lo ilustra que su producto disminuyera 12.8 por ciento en 1999. Todos los restantes males económicos que nos azotan tienen origen en que el país no pudo competir contra los grandes capitales y subsidios foráneos y en que para “atender” ese desastre —que estaba anunciado— los neoliberales convirtieron a Colombia en un paraíso de la especuladores financieros, empezando por los de allende las fronteras.

 

No obstante lo anterior —o mejor, precisamente por ello— la administración Pastrana decidió someter el país al Área de Libre Comercio de las Américas —ALCA—, el acuerdo que deberá terminar de “negociarse” el 31 de diciembre del 2004 y que apunta a crear un sólo gran mercado desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, lo que significa agravar aún más la desprotección del mercado nacional, incluso reduciendo los aranceles por debajo de los establecidos por la Organización Mundial del Comercio. Pero antes de continuar, es bueno advertir que toda la producción agraria e industrial colombiana sobreviviente tiene, frente a países diferentes a Ecuador, Perú, Venezuela y Bolivia, algún tipo de protección por aranceles o por cuotas de importación, con lo que, por ejemplo, el arroz, el azúcar y los automóviles importados tienen que pagar impuestos del 72, el 46 y el 30 por ciento, siendo esos gravámenes los que explican por qué esos productos no han desaparecido de la producción nacional.

 

Como la mayor apertura que busca imponer el ALCA es con todos los países del continente, unos nos golpearán por sus desarrollos y otros por sus pobrezas. Entre los primeros aparecen Estados Unidos, obviamente, y Canadá y México, este último simple maquilador de los monopolios gringos que exportan desde allí, aunque también son de temer Brasil y Argentina, con establecimientos industriales y agropecuarios más poderosos que los colombianos. Y en el segundo grupo están los demás, fuertes competidores en razón de sus miserables condiciones laborales, como lo vienen demostrando las crecientes importaciones a Colombia de productos del Ecuador, incluidas las de café. Pero, de lejos, las grandes beneficiadas con el ALCA serán las transnacionales norteamericanas, así algunas decidan instalarse en otros países del continente a la caza de mano de obra barata y de acuerdo con los “intereses nacionales” estadounidenses, como en cada decisión que toman les gusta refregarlo a sus presidentes. Tan peliagudas aparecen las cosas que, en El Tiempo del 2 de febrero de 2001, Myles Frechette advirtió que Bush escogerá los acuerdos “que sean más provechosos para E.U.” y preguntó: “¿Estará listo el sector privado para competir con los productos norteamericanos antes del 2004?”.

 

Claro que los colombianos que trabajan con las transnacionales que operan en el país y la tecnocracia neoliberal criolla ya salieron con la baratija de que todo el problema se limita a “saber negociar” el ALCA, como si no se supiera que fueron precisamente ellos los que “negociaron” los acuerdos en la Organización Mundial del Comercio que desquiciaron la industria y el agro nacionales y los que “negociarán” los que vienen, y como si alguien dudara que las suertes de estos personajes están atadas a las de sus patrones y socios                                                      y a los puestos que logren conseguir en las agencias internacionales de crédito.

 

Ante la decisión de insistir en africanizar a Colombia, más allá del cansancio habrá que repetir que la globalización sin el tamiz de las soberanías nacionales —que garanticen intercambios internacionales de beneficio recíproco— no pasa de ser una simple reedición del colonialismo, como ya lo sugirió Juan Pablo II.