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SACAR A LAS MINORÍAS

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Jorge Enrique Robledo Castillo

Manizales, 31 de Julio de 2003.

Cuando en el senado se debatía la reforma política que se aprobó en junio pasado, el ponente explicó que buscaban corregir los “desastres de la década” de 1990. ¿Y cuáles fueron esos “desastres”? Que llegaron al Congreso y a otras corporaciones fuerzas opuestas a las que monopolizaban la representación, incluidos sectores minoritarios de los partidos tradicionales. Por primera vez, y esto ha sido bien notorio en el último año, el país pudo oír voces disidentes que no se limitan a aprobar, a cambio de disfrutar de las mieles que chorrean desde el Ejecutivo, lo que señale la cartilla del Fondo Monetario Internacional.

 

Por ello incluyeron en dicha reforma el umbral y la cifra repartidora, normas que también van en el referendo, con lo que, además, se configura el fraude de llamar a decidir sobre un punto que ya está decidido. Y en el referendo aparece otro ataque a la democracia: reducir en veinte por ciento el número de los congresistas, a lo que se le suma el decreto de Uribe Vélez de eliminar 104 diputados en las asambleas departamentales.

 

Con estas medidas, en los concejos municipales se requerirá aumentar en el 50 por ciento los votos de las elecciones pasadas para salir elegido, y en las asambleas departamentales ese incremento llegará al 70 por ciento. Además, por efecto del umbral, un partido solo podrá elegir un senador si saca entre 200 y 250 mil votos, cuando antes necesitaba 40 mil.

 

Al volverse más difícil elegir, ¿quiénes quedarán por fuera del poder Legislativo? ¿Los voceros de las transnacionales y los cacaos? ¿Los favoritos de los grandes medios de comunicación? Es obvio que los que representan a estos siempre llegarán al Congreso, aun si se redujeran los elegidos al mínimo, porque las mayores dificultades podrán compensarlas usando más los poderes que controlan, mientras que tenderán a desaparecer los representantes de los trabajadores, las capas medias y los sectores no monopolistas de la producción.

 

Es de suma importancia entender que el solo hecho de elegir al presidente no vuelve democrático a un país. Para que exista la democracia debe haber un parlamento como un poder distinto al del Ejecutivo, porque mientras este solo representa a quienes logran ganar su control, en el Legislativo está –o debería estar– representada toda la nación. Y esa representatividad, por supuesto, tiene que ver con las cantidades de votos que se requieran para elegir, por lo que siempre será más democrática una corporación con más miembros que con menos, sin perder de vista que no puede ser tan numerosa que se vuelva inoperante. Y en Colombia ni la Cámara y el Senado, ni las asambleas y los concejos son demasiado grandes. Por el contrario, hay estudios de sobra para demostrar que, en proporción con sus habitantes, que es la relación que hay que observar, el país posee un de los Congresos más pequeños, menos democráticos del mundo.

 

Para justificar estas maniobras antidemocráticas, los uribistas vienen diciendo que buscan recortar el gasto público, cuando es obvio que, si eso fuera cierto y quisieran hacerlo sin golpear la democracia, lo que habría que reducir serían los sueldos y honorarios de los miembros del legislativo. Y a los inocentes que aducen que con tal de sacar del Senado a unos cuantos indeseables, pues que sufra la democracia, ahí les queda esta reflexión: en esa lógica, 20 por ciento menos de senadores quiere decir que entre los corruptos que queden se apropiarán de 20 por ciento más.

 

También hay que rechazar, por evidentemente sesgada, la decisión del Consejo Electoral de permitir las coaliciones para respaldar alcaldes y gobernadores –lo que le sirve a los grandes electores–, mientras las prohibió para los concejos y asambleas –lo que lesiona a las fuerzas minoritarias.

 

En medio de la enorme confusión que genera la peor crisis de Colombia, y de su aprovechamiento por parte de unos cuantos, a lo que se asiste es a la adecuación de la política a la economía neoliberal, la cual tiene como principal característica, como se sabe, la descomunal concentración de la riqueza. “El monopolio económico debe reflejarse en el monopolio político”, dirán.