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LA SEGURIDAD ALIMENTARIA COMO PROBLEMA NACIONAL

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Jorge Enrique Robledo

Bogotá, 30 de abril de 2008.

Quien medite sobre los bienes que usamos los seres humanos verá que entre todos se distinguen por su importancia el agua y los alimentos, en razón de que la propia vida se pierde si no se ingieren con periodicidad y cantidad suficiente.

 

Otra manera de ilustrar la importancia del acceso a la comida, importancia que algunos no entienden porque ingenuamente creen que los alimentos siempre estarán a la mano, es una reciente decisión que incluso se refiere al riesgo de que desaparezcan las propias semillas. Promovido por la ONU y la FAO, el Fondo Mundial de Diversidad de Cultivos, once importantes instituciones agrícolas y setenta países decidieron construir en Noruega unos silos subterráneos y blindados para depositar en ellos tres millones de semillas de diversas especies, con el propósito de precaver a la humanidad en caso de guerra nuclear, impacto de asteroides, atentado terrorista masivo, pandemia, catástrofes naturales o cambio climático acelerado, fenómenos que más que riesgos tienden a constituir certezas, si se mira en el largo plazo.

 

Desde tiempos inmemoriales, de otra parte, dejar sin alimentos al pueblo que se quiere avasallar ha sido una práctica común, como lo recuerda el Sitio de Cartagena en 1811. Los europeos bien saben que en más de una ocasión no han accedido a suficiente comida, aun teniendo con qué pagarla. En esta columna he citado el libro de Jackeline Roddick, en el que se cuenta que un alto funcionario norteamericano advirtió que, como medida de presión, las exportaciones de alimentos a un país podrían ser restringidas. También he mencionado que George W. Bush afirmó: “¿Pueden Ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable”. Y si eso lo dice el jefe de un imperio de ese calibre, con recursos y armas para traer sus alimentos desde donde se encuentren, qué decir de un país como Colombia.

 

Sobre qué entender por seguridad o soberanía alimentaria hay tres puntos de vista. El primero plantea que es un problema que atañe solo a los campesinos, para quienes propone que cada familia se provea en su parcela de todos los alimentos, olvidando que así no estaría asegurada la alimentación de los habitantes urbanos ni la de los obreros agrícolas y ni siquiera la de todo el campesinado. En el otro extremo aparece la posición que el neoliberalismo impone con el “libre comercio”, la cual señala que el problema hay que mirarlo como un asunto global, en el que lo que importa es que la suma de lo que se produce en la tierra alcance para todos sus habitantes y que cada país consiga los recursos económicos suficientes –exportando cualquier cosa–, para comprar en el mercado mundial los alimentos que requiera. Este alegato, que no por casualidad es el de Estados Unidos y el de los otros países agroexportadores, al igual que el de las trasnacionales de los negocios de agroquímicos, semillas y producción y comercio de alimentos, se erige sobre la mentira de que nada ni nadie podrá limitar o destruir los flujos globales de alimentos, falacia en la que se insiste pesar de que, ante el reciente incremento de los precios internacionales de la comida y los conatos de hambrunas que estallaron en tantas partes, decenas de países cerraron o redujeron sus exportaciones.

 

Si Colombia se rigiera por los intereses nacionales, se apoyaría en las posibilidades que le brinda poseer tierras, aguas y gentes suficientes para definir como política de Estado la tercera posición: la de entender la seguridad alimentaria como un propósito nacional, es decir, que entre campesinos e indígenas y empresarios y jornaleros se produzca la dieta básica de la nación y lo que pueda exportarse, pudiéndose cubrir con importaciones los faltantes temporales que puedan presentarse. Si al mundo no lo avasallaran los más inescrupulosos de los traficantes de dinero, con la misma lógica actuarían los demás países, de manera que, entre todos, se alejara el riego de hambrunas nacionales y universales.

 

En un país donde hay nueve millones de hectáreas de tierras con vocación agrícola en restrojos o ganadería de baja productividad, el actual gobierno llevó las importaciones agrarias de 4.4 a 8.0 millones de toneladas y prefiere cultivar agrocombustibles que comida, los cuales, además, se producen con inmensos subsidios y no son para exportar, sino para abrirle camino a los aceites y endulzantes extranjeros que ya llegan y que llegarán más por culpa del “libre comercio”.