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LA IGLESIA Y LOS CAFETEROS

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Jorge Enrique Robledo

Manizales, noviembre 14 de 1993.

 

El pasado 1 de noviembre, la Conferencia Episcopal resumió la suerte de los caficultores colombianos en los siguientes términos: “acelerado empobrecimiento”, “dram ticos estados de hambre”, “abandono y pérdida de las fincas ante la imposibilidad de pagar las deudas contraídas con instituciones de crédito” e “intranquilidad en regiones tradicionalmente pacíficas…”. También señaló que “esta situación requiere que el Estado adopte soluciones prontas, eficaces y justas” y reclamó “de las comunidades afectadas y de sus voceros, la presentación decidida de sus legítimas exigencias ante las autoridades y demás responsables”. Y en las peticiones solicitó “medidas de fondo” entre las que evidentemente se destaca -como la destacó el ministro de Comercio Exterior, al rechazarla- “la condonación de la deuda cafetera contraída por los pequeños propietarios”. Sin duda, palabras mayores, tanto por su contenido como por su origen.

Exageraciones de la Iglesia? Obvio exceso de celo de los Pastores? Seguramente no. Puede compartirse o discutirse alguna o algunas de las medidas solicitadas, pero lo que sí no tiene duda es la gravedad del problema y la necesidad de medidas heroicas si se quiere resolverlo o aun cuando sea paliarlo

Por las enormes cifras que se mueven, en Colombia pudiera existir la deformación de que todos los cafeteros son potentados a los que poco o nada los afectan las crisis. Y en el dogmatismo neoliberal por donde se precipita el país pareciera imponerse la concepción de que los problemas, sobre todo los de los débiles, son asuntos individuales en los que el gobierno no debe inmiscuirse, como no sea para complicarlos. Y si la primera teoría se hunde por falsa, la segunda debería naufragar por su insensibilidad social, sobre todo en el caso de los cafeteros, quienes le han trasferido al Estado, en contribuciones discriminatorias, tres mil seiscientos millones de dólares, sin contar sus aportes para obras públicas que reemplazan las obligaciones oficiales.

Las estadísticas dicen que de 302 mil propietarios de fincas cafeteras, 101 mil poseen cafetales menores a una hectárea, con un promedio de media hectárea; y que 180 mil poseen plantíos entre una y diez hectáreas, con un promedio de tres hectáreas. O sea que, ya antes de que el precio interno se redujera en un cincuenta por ciento y la cosecha disminuyera en tres millones de sacos, un gran número de caficultores no obtenía por su trabajo el salario mínimo legal o apenas sobrevivía en condiciones dificilísimas. Por otro lado, qué decir de la suerte de 170 mil jornaleros que ganan su sustento en fincas de café y a quienes se le ha trasladado buena parte de esta crisis? Y también está en picada el nivel de vida de casi toda la población de seiscientos municipios del país donde la rubiácea es la base del conjunto de las actividades económicas.

A la hora de buscar soluciones a esta tragedia, hay que insistir en otro hecho demostrable, que también aparece en el reclamo de los obispos, y que podría modificarse si así lo dispusieran las autoridades: una porción notable del empobrecimiento adicional de los cafeteros en los últimos cuatro años -alrededor de un treinta por ciento- no obedece a la baja cotización internacional del grano, sino a medidas macroeconómicas de orden interno que envilecen artificialmente el precio de compra del café en el mercado nacional.

 

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