Jorge Enrique Robledo Castillo
Contra la Corriente
Manizales, octubre 16 de 1995.
“…cortó limones redondos/ y los fue tirando al agua/ hasta que la puso de oro”.
Federico García Lorca.
Por lo que dicen las noticias, por lo que comentan los afectados y por el “rebusque” que se ve en las calles, muchos cultivadores de frutas no saben que hacer con sus cosechas. Y eso que todavía no han entrado en producción todas las hectáreas sembradas en años pasados al calor de unas recomendaciones que ya eran evidentemente erradas en esos días.
La anterior la cara de la moneda que recuerda el epígrafe de este artículo. La otra salió publicada en el diario El Tiempo del 24 de agosto de 1995. Ese día, el Ministro de Agricultura, Gustavo Castro Guerrero, informó que la importaciones de alimentos han evolucionado así: 1991=728.000 toneladas; 1992=1.131.000 toneladas; 1993=1.644.000 toneladas; 1994=2.100.000 y 1995=3.500.000 toneladas. Según Castro, lo anterior sucede en razón de que “pusimos en juego la seguridad alimentaria porque Estados Unidos, a través del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), indujo a nuestros teóricos a que plantearan que sólo podemos competir con productos agrícolas procesados industrialmente”. Y también dijo que los norteamericanos se convirtieron en el “granero del mundo, con exportaciones de productos sin procesar por 50.000 millones de dólares, apoyados además por subsidios y otros apoyos gubernamentales”.
Así, a la gravísima crisis del café generada por el modelo neoliberal se le suma la de todo el sector agropecuario, sometido a la absurda realidad de tener que paralizar sus tierras o dedicarlas a producir bienes sin importancia estratégica y con pequeños mercados que se saturan con rapidez, mientras la dieta básica de la nación colombiana, que tiene un mercado amplio y seguro, se adquiere en el exterior.
Que esta dolorosa realidad sirva de advertencia a quienes -al calor de los sucesos de los narcodineros- despachan el tema de la soberanía nacional como un asunto del pasado remoto sobre el cual no debe insistirse, a pesar de que, ahora más que nunca, en los tiempos de la llamada “globalización”, son las determinaciones estatales, que se apoyan en las prerrogativas soberanas, las que definen la suerte de no pocas ramas de la producción y hasta de naciones enteras.
Si en la competencia capitalista interempresarial a nadie se le ocurriría entregarle la dirección de su propia empresa a sus competidores, ¿cómo nos puede ser indiferente quién oriente las variables económicas fundamentales del país? ¿No fue la principal razón de ser de la constitución de los Estados nacionales la creación de un entorno favorable para los productores de esos países?
Que desde los lejanos años de 1492 el mundo empezó a volverse uno sólo, no hay duda. Pero tampoco debiera discutirse que las relaciones económicas que le convienen a países como Colombia son las que se fundamentan en el beneficio recíproco, beneficio que depende de que cada nación ejercite cabalmente su soberanía nacional. Renunciar a estos avances de la civilización significa, ni más ni menos, renunciar al desarrollo.