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CLIENTELISMO A GRAN ESCALA

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Jorge Enrique Robledo

Bogotá, 6 de octubre de 2006.

Para analizar la corrupción electoral en Colombia, la Procuraduría General de la Nación convocó al Foro “Diagnóstico y prospectiva del sistema electoral colombiano”. Ese día, el Procurador, Edgardo Maya Villazón, resumió una parte del problema diciendo que el cambio realizado para evitar el “control externo de los electores por parte de los partidos, ahora se traduce en un modelo más afinado de corrupción electoral que no compra electores, sino jurados y que igualmente tiene capacidad de adulteración de los resultados a través de la trascripción y la sumatoria amañada de los datos que provienen de los tarjetones”.

 

En mi intervención, en representación del Polo Democrático Alternativo (PDA), centré el análisis en lo que Maya Villazón llama el “control externo de los electores por parte de los partidos”, control que explica un gran porcentaje de los votos que se depositan en Colombia y que equivale a la compra del elector, bien sea que esta ocurra de manera abierta o solapada y se utilicen recursos públicos o privados. La forma descarada de la práctica consiste en pagar el voto en dinero o en especie. También se compra al votante mediante rifas, con la ventaja de que ganan pocos pero todos quedan agradecidos. Y pueden incluirse en este rango de la compraventa las donaciones de los funcionarios, en especial las domingueras que de una en una entregan personalmente muchos alcaldes: mercados, bultos de cemento, pagos de facturas y fórmulas médicas, etc., etc. Hace poco, incluso, la DIAN les regaló a algunas alcaldías mercancías de contrabando decomisadas, ¡y qué piñatas las que se armaron! Estas dádivas se financian con los gastos de “libre destinación”, los cuales son 2,95 billones de pesos de las trasferencias nacionales, xxxxxxxx de pesos de los recursos propios de los municipios y 660 mil millones de pesos de los de las gobernaciones.

 

El otro gran mecanismo de “control externo” es el conocido como clientelismo, que consiste en hacerse pagar en votos el propio funcionamiento del Estado y sus obligaciones, cobrando por cada puesto (pagan el empleado y su familia), cada contrato oficial (pagan el contratista y sus trabajadores) y cada obra pública (pagan todos los beneficiados por puentes, electrificaciones, escuelas, etc.). Y ha venido ganando espacio en la conformación de las clientelas lo que ahora llaman el “gasto social”. Por ejemplo, la administración Uribe Vélez se ufana de haber convertido en “beneficiarios” de sus políticas, entre 2003 y 2006, a 23.657.876 colombianos, los cuales equivalen a 8.407.553 familias, discriminadas así: Sisben: 4.645.352, subsidios de desempleo: 211.000, atención a adultos mayores: 595.371, familias en acción: 564.859, familias guardabosques: 32.946 y subsidios de vivienda: 372.647. Y además hay niños de 1.651.915 familias a los que les regalan comida (Fuente: Informe al Congreso, 2006). ¿Cuántos de estos recursos se entregaron sin la intermediación de un político uribista?

 

Entre las cosas novedosas del clientelismo en la etapa del “libre comercio” aparece el gran poder que para ese efecto se le ha entregado a la Presidencia de la República, de forma que una parte importante de la clientela le agradezca, sin la intermediación de ministros y jefes de institutos, al propio Jefe del Estado. Por ello, Presidencia ya no dispone de un presupuesto, sino de dos. El primero, el de toda la vida, que paga los gastos de funcionamiento del despacho y que costará la nada modesta suma de 48 mil millones de pesos en 2007. Y el otro, bastante más grande, de 1,54 billones de pesos, que financia la llamada Acción Social, la cual permite gastar en casi todo, como población desplazada, víctimas de la violencia, infraestructura, donaciones, solidaridad alimentaria, minicadenas productivas, familias en acción, guardabosques, reconversión social, etc.

 

Además del océano de la corrupción, el clientelismo se nutre de una pobreza que da escalofríos: 27,7 millones de pobres, entre los que hay 11 millones de indigentes (CID). Y la racionalidad de esa práctica corrupta y corruptora es impecable: al colombiano empobrecido le cuesta muchas dificultades relacionar sus desgracias con las decisiones que toman sus elegidos una vez estos llegan al poder, por lo que sus sufrimientos carecen de responsables conocidos. Pero esos pobres sí conocen –¡tienen que conocerlos!– los distintivos del “doctor” por el que deben votar a cambio de la dádiva que este les tira.