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A PONERLE EL CASCABEL AL GATO

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Jorge Enrique Robledo Castillo

Contra la Corriente

Manizales, 21 de octubre de 2001.

Que algún neoliberal diga en qué le ha ido bien a Colombia en los últimos once años. Pero con lo malas que han sido las cosas para la casi totalidad de la nación —porque hay individuos con ciertas relaciones que sí han ganado—, entre los que más han sufrido están los caficultores, como oportunamente se advirtió. En efecto, en esta columna se señaló que el llamado “libre comercio” del café no pasaría de ser la libertad otorgada a las transnacionales para envilecer hasta la insignificancia las cotizaciones externas, y que eso de que el país “se tomará el mundo con su calidad” era el sueño iluso de quienes poco o nada conocían de la economía mundial, aupados por el grupito que lo dijo con miras al desmonte de la institucionalidad cafetera, para entregarle todo el comercio interno y externo del grano nacional a las transnacionales.

 

La advertencia se hizo porque la historia del café es la de los precios de miseria, salvo breves períodos impuestos por el clima, las plagas o las guerras, sumados a los treinta años en que estuvo vigente el pacto cafetero, acuerdo constituido con el fin de evitar que las cotizaciones externas demasiado bajas le alborotaran el “patio trasero” al imperio norteamericano, que contendía con el soviético por el control del orbe. Tan malo fue el negocio antes de los acuerdos de cuotas, que entre 1930 y 1960 la política cafetera colombiana consistió en que no hubiera producción empresarial, pues se decidió competir en el mundo con la conocida capacidad del campesinado para apretarse el cinturón, con esa característica “mejorada” porque los cafetales permitían intercalar cultivos de pancoger.

 

Una vez los hechos derrotaron la teoría de que la calidad salvaría al café colombiano, el neoliberalismo vendió otra baratija que ahora quiere resucitar: “la solución está en vender el grano procesado”, conclusión aparentemente obvia cuando se conocen los altos precios que pagan los consumidores finales y los muy bajos que reciben los productores. El problema reside en que aun si pudieran aumentarse las exportaciones de café soluble y tostado y molido —cosa bien difícil si no imposible porque los gobiernos gringos, europeos y japonenses, a diferencia de los de aquí, sí protegen a sus productores—, ello no aumentaría el precio de compra a los agricultores, como en detalle lo expliqué en “El Café en Colombia, un análisis independiente” (El Áncora Editores). Y no lo incrementaría porque los que montan las plantas de procesamiento pagan por la materia prima lo mismo que quienes la compran para exportarla, en aplicación de la máxima capitalista que señala que cada capital se apropia de la utilidad del área en la que opera. Además, si fueran los propios productores los que construyeran las factorías, podrían ganar como industriales y seguir perdiendo como caficultores. Pero que también quede claro que este análisis no se opone a los esfuerzos por aumentar las exportaciones de café procesado, pues ello le agregaría trabajo nacional al grano trillado.

 

Si las transnacionales siguen imponiendo los bajos precios de compra, con éstos especialmente reducidos por la superproducción cafetera que estimulan los países donde tienen sus sedes, si exportar el café procesado no resuelve el problema y si ya no hay cómo bajar más el precio de la mano de obra ni disminuir los otros costos de producción, ¿cuál es el futuro de este negocio? Con franqueza hay que decir que ninguno, y hay que reiterar: la caficultura nacional no puede sobrevivir con precios internacionales del orden de 60 centavos de dólar, y menos, la libra.

 

¿Qué hacer? Sofismas aparte, la propuesta de los neoliberales criollos consiste en esperar a que, algún día, la “mano invisible del mercado”, como llaman a las garras visibles de las transnacionales, arruine a tantos que los precios terminen por subir, con la esperanza de que aumenten hasta los niveles que requiere Colombia. La otra, la que se propone aquí, es que el gobierno nacional se mueva con urgencia en dos sentidos: que de manera inmediata le transfiera más recursos al sector, pues los aprobados casi ni se sintieron, y que, y esta es la clave del asunto, le ponga el cascabel al gato que martiriza a los cafeteros, es decir, que encabece un serio y público reclamo de los países productores frente a los gobiernos de Estados Unidos y los demás países desarrollados por la agresión económica de la que estamos siendo objeto, con el fin de lograr mecanismos que pongan los precios externos en niveles bastante superiores a los vigentes. Por difícil que suene esta propuesta hay que acogerla, pues más complicado será atender las consecuencias económicas y sociales de la ruina definitiva de las 566 mil familias que cultivan café en el país.