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EL MÁS ANTICAMPESINO DE LOS PRESIDENTES

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Jorge Enrique Robledo

Bogotá, 16 de agosto de 2013.

Tras los debates en el Congreso sobre las compras ilegales de tierras por poderosas empresas nacionales y extranjeras y famosos bufetes de abogados, como los de Brigard & Urrutia y Néstor Humberto Martínez, para Riopaila, Cargill y Luis Carlos Sarmiento Angulo, salieron a la luz varias verdades (http://db.tt/DwP0ULLR).

 

Se demostró que la Ley 160 de 1994 les permite a los campesinos beneficiados por adjudicaciones de baldíos del Estado vender esos predios sin ninguna restricción. Pero que el inciso 9° de su Artículo 72 también establece que nadie –ni persona natural ni jurídica–, puede comprar –acumular– más de uno de esos predios –una UAF, como se llaman–, so pena de la declaratoria de nulidad de la operación. Que esto es así lo han reconocido la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, la Superintendencia de Notariado, el Incoder, dos ministros de Agricultura, la Contraloría, la Procuraduría y hasta el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, al igual que Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos.

 

Esta prohibición desarrolla el objetivo primordial del Artículo 64 de la Constitución y la Ley 160, que busca que las tierras del Estado pasen a los campesinos y no salgan de la órbita de la pequeña producción. Como es obvio, se trata de un derecho colectivo del campesinado. Luego quien acumula las UAF viola el ordenamiento legal y despoja de sus derechos a los pequeños productores en su conjunto.

 

Sabedores de la prohibición de la Ley 160 de acumular tierras, los encopetados abogados que diseñaron el despojo campesino y la ilegalidad –en decenas de casos y por centenares de miles de hectáreas, en la Orinoquia y en el resto del país–, se esforzaron, no en volver legal lo ilegal, porque es imposible, sino en ocultar la violación de la ley, es decir, en que no se supiera que cada parcela adquirida por una empresa diferente era en realidad comprada por una poderosa matriz, la cual explota los predios como uno solo, incluso a escalas de 60 mil y más hectáreas. Algo así como un testaferrato inmobiliario. En el momento en que ocultaron a los verdaderos compradores de cada UAF y la producción unificada de los predios, confesaron de hecho que sí sabían que violaban la Constitución y la ley.

 

Una vez descubiertos estos actos de corrupción, han recurrido a leguleyadas elementales, las cuales no niegan la prohibición de la Ley 160 de acumular fincas originadas en baldíos, pero sí arguyen que en sus negocios la norma no se aplica en razón de alguna excepción traída de los cabellos. Es tan poco serio el alegato con el que intentan enredar incautos, que estos abogados y sus teorías terminaron de hazmerreíres entre los estudiantes y los profesores de las carreras de derecho.

 

La posición del gobierno de Juan Manuel Santos no pudo ser peor. Primero, en dos ocasiones y a espaldas de la opinión pública, intentó cambiar la Ley 160, para darle algún  viso de legalidad a la ilegalidad. Luego, cuando el escándalo derrotó el tapen-tapen de la Casa de Nariño y rodó la cabeza del embajador en Washington, contra toda evidencia Santos absolvió a su amiguísimo y financista político, les advirtió a sus subalternos que quien volviera a decir que sí se había violado la ley se las vería con él y dio orden de echar por la calle del medio y promover la bien llamada “Ley Urrutia”, porque con ella se proponen blanquear las acumulaciones ilegales de baldíos. En desarrollo de la estratagema, el ministro Estupiñán, quien les dijo a los medios que acumular baldíos era ilegal y que generaba sanciones, le dio una voltereta de 180 grados a su posición, más preocupado por cuidar el puesto que su dignidad. En otro país se cae en diez minutos; aquí, podrían darle la Cruz de Boyacá.

 

Para ambientar la Ley Urrutia, han intentado convertir este debate, que es sobre ilegalidad y corrupción, en una controversia sobre el modelo agrario, con tan mala suerte para ellos que lo que defienden, y que Santos quiere empeorar, es un desastre, como lo prueba la indignación rural. Porque a punta de TLC aumentan las importaciones y disminuyen las exportaciones, arruinan a los productores y concentran aún más la propiedad de la tierra, a costa del campesinado y de los empresarios pequeños y medianos. Y no para producir bienes agropecuarios, sino para ampliar la escala de la especulación inmobiliaria, en beneficio de algunos de la cúpula de los adinerados criollos y los magnates extranjeros.